Charles Baldry cumplió los 100 años el 23 de abril de 1999. Tenía la mente en perfecto estado, pero no se podía decir lo mismo de su cuerpo. Desde los noventa años no podía valerse de sus piernas y utilizaba para desplazarse una silla de ruedas que manejaba su sirviente, Kabir Shamad, un pakistaní de veintinueve años nacido en Karachi pero que vivía en Londres desde los cinco.
Una tarde cálida del mes de mayo, después de un largo paseo por los caminos que atravesaban Hyde Park, ordenó a Kabir que le llevara al número uno de Kensington Gore, donde estaba la sede de la Royal Geographical Society. Allí, ante la puerta principal, se podía ver un cartel apoyado en un soporte de madera anunciando una conferencia que, con el título La carrera por la cima del Everest: Mallory vs. Hillary, pronunciaba el profesor numerario de Geología de la Escuela Tecnológica de Massachussets, James K. Ryan. El anciano hizo una seña a su sirviente para que empujara la silla hacia el interior del edificio. La conferencia estaba a punto de empezar. Subieron en un ascensor hasta el segundo piso y un ordenanza les abrió una gran puerta de madera con remaches de bronce por la que penetraron en una sala en penumbra que se adivinaba completamente abarrotada. Se quedaron en el fondo de la sala, el inválido sentado en su silla y el sirviente a su espalda, inmóvil, oscuro y silencioso.
Durante el desarrollo de la conferencia, Charles Baldry no dijo nada. Sólo se le vio negar, moviendo la cabeza con energía, cuando se proyectó una película filmada por Michael Westmacott durante la ascensión del grupo de Hillary a finales de mayo del 53.
Al terminar de hablar, el conferenciante, un hombre joven de poca estatura pero en buena forma física, invitó a los concurrentes a iniciar un turno de preguntas a las que respondió con soltura y seguridad con un acento marcado que delataba su procedencia. Durante el coloquio, Charles Baldry no preguntó nada, pero atendió a su desarrollo con gran interés.
Cuando se dio por terminada la sesión, el señor Ryan recogió sus papeles y las transparencias que había utilizado y los introdujo ordenadamente en un archivador verde que cerró con una enorme goma elástica. Después guardó el proyector en un pequeño armario pegado a la pared. Los asistentes fueron saliendo tranquilamente al tiempo que comentaban detalles de la conferencia.
El conferenciante se puso una chaqueta de paño gris oscuro y bajó de la tarima con su archivador bajo el brazo dirigiéndose a la salida. Antes de llegar a la puerta se fijó en que no habían salido todos los asistentes. Dos personas inmóviles, una sentada en una silla de ruedas con una manta sobre las piernas y detrás una figura de la que apenas se veían las facciones, parecían esperarle. Avanzó por el pasillo central en dirección a la salida y al llegar a la altura del inválido se detuvo. Charles Baldry le miró a los ojos mientras le decía con voz ronca:
– ¿De verdad cree usted que fue Hillary el primero en llegar al Everest? –y después de un momento de vacilación continuó– fue Mallory quien pisó el Everest antes… veintinueve años antes. Yo estuve allí.
Charles Baldry, su criado y James K. Ryan entraron en la mansión del primero en silencio. Era uno de los grandes palacetes construidos a lo largo de Kensington Road, al estilo de los que levantó Christopher Wren, pero menos suntuoso. Las campanas del Imperial College daban las diez cuando se acomodaron en la inmensa biblioteca. Kabir avivó el fuego de la chimenea y puso un par de secos tocones de madera de fresno. Su señor tenía siempre frío, incluso en las noches templadas como aquella.
–Siéntese cerca del fuego –ordenó el señor Baldry a su invitado– esta noche es especialmente fría.
–No, ¡por Dios! –respondió éste inmediatamente, negando con la cabeza– en esta habitación hace mucho calor. ¿Le importa que me quite la chaqueta?
–Póngase cómodo, amigo James –se rindió su anfitrión–. ¿Le puedo llamar James? Esta será una noche muy larga.
El anciano se arrebujó bajo una manta escocesa. Estaba sentado en un sillón tapizado con motivos florales, negros y azules, muy cerca de la lumbre. Kabir lo había trasladado desde la silla de ruedas con gran delicadeza y sin esfuerzo.
– ¿Le apetece beber algún licor, James? ¿Un brandy, quizás? ¿Un sherry?
–Si no fuera un atrevimiento por mi parte tomaría un bourbon. ¿Usted me acompañará?
–No, el alcohol no me está permitido. Haría una excepción de buena gana pero mejor que no –y dirigiéndose al pakistaní le ordenó– Kabir, tráele a nuestro invitado una copa y la botella de Four Roses.
James Ryan volvió a su habitación en el Hotel Derby pasada la medianoche con la sensación de haber tenido un sueño. Un sueño real y muy vívido. Antes de que la inconsciencia comenzara a atraparle decidió que, para no perder el menor detalle, lo mejor era dejar por escrito todo lo que Charles Baldry le había explicado en su biblioteca al calor del fuego. Se levantó, se puso un batín y se sentó en la mesita auxiliar. Le gustaba escribir a mano y especialmente con pluma estilográfica. Utilizaba una Cross de oro que le habían obsequiado su esposa y su hija las pasadas navidades. Cogió del cajón de la mesita un cuaderno con membrete del hotel y comenzó:
»Recuerdos e impresiones desgranados por el propio Sr. Charles Baldry al respecto de la Tercera Expedición Británica al Everest en junio de 1924. El Sr. Baldry afirma que participó personalmente en dicha expedición aunque no constara oficialmente su presencia. Confirmo esta circunstancia, ya que en ninguno de los documentos que han obrado en mi poder he podido constatar que en la expedición hubiera un quinto escalador británico por encima del Campamento 6. Solo encontré información de Mallory, Irvine, Odell, Hazzard y cinco sherpas.
»Habla el Sr. Baldry:
»Dejaré al margen el motivo de mi presencia, así como todos los preparativos, y me referiré exclusivamente a lo realmente importante: el ataque a la cumbre del Everest por parte de Mallory e Irvine en el día 8 de junio de 1924.
»Aquella mañana mis dos compañeros iniciaron el ascenso final desde el último campamento, el C6, a 8160 metros. En el C6 quedó, como grupo de apoyo, el resto de la expedición. A través de unos prismáticos potentes se pudo seguir su progresión hasta el segundo escalón rocoso, un paso difícil a unos trescientos metros de la cumbre. A partir de allí su avance quedó oculto por las agudas aristas y las nubes que formaba el viento en la cumbre.
»Mallory, con 38 años, sabía que estaba agotando su última oportunidad para conseguir el sueño de su vida. Estábamos seguros de que haría todo lo humanamente posible e incluso lo imposible por coronar la cima. En cambio Irvine… Irvine era muy joven, nadie podría culparle de que el miedo le hubiera paralizado y no hubiera podido seguir
»Irvine llevaba una cámara Kodak, muy manejable, con la que esperábamos que quedara inmortalizada la gesta en el momento en que se produjera. La noche anterior al ataque a la cumbre, Mallory me había mostrado una fotografía de su esposa Ruth que llevaba siempre encima con la finalidad de cumplir una promesa. Debía colocar la imagen de Ruth en la cima del mundo.
»Transcurrió todo el día y las condiciones meteorológicas fueron empeorando. No obstante, desde el C6 se estuvo escudriñando la zona del escalón rocoso donde habían sido vistos por última vez, aunque sin suerte.
»Terminó el día sin noticias de ellos. Una ventisca nos hizo temer lo peor. Pasamos la noche en vela, apretujados en el interior de la tienda, con el corazón en un puño. Sabíamos que para Irvine y Mallory sería muy difícil sobrevivir a la intemperie. Nuestro único consuelo, por otra parte preñado de egoísmo y vanidad, era el convencimiento íntimo de que habían conseguido coronar.
»El día amaneció calmado y el cielo sin nubes. Nos equipamos con rapidez e iniciamos el ascenso hacia el escalón. Todos estábamos muy afectados anímicamente, y también físicamente. Hazzard estaba perdiendo el tacto en los dedos de los pies, y Odell sufría una afección respiratoria que posteriormente evolucionó hacia una bronquitis aguda. Los dos se vieron obligados a detenerse a un centenar de metros del C6. Yo estaba solo.
»El altímetro indicaba que me encontraba a 530 metros de la cumbre cuando le vi en el suelo, al pie del escalón rocoso. Estaba inmóvil y por el cabello reconocí a Mallory. Blancos nubarrones empujados por un fuerte viento que venía del norte me rodearon. El tiempo estaba cambiando de repente. Tuve tiempo de buscar entre la ropa de Mallory la fotografía de su mujer. No la encontré, lo cual me produjo una extraña e incómoda satisfacción. En cambio, encontré las gafas de sol en la mochila. Esto me confirmó lo que sospechaba. Mallory descendía de noche y probablemente se despeñó, lo cual significaba que habría tenido tiempo de llegar a la cima. Pude comprobar que tenía la pierna izquierda partida, vi también que llevaba una cuerda de escalada atada a la cintura cuyo extremo se perdía debajo de su cuerpo. Pero ¿y Irvine? Era muy importante encontrar a Irvine y la Kodak con las fotografías que demostrarían al mundo la consecución de la hazaña. El mundo tenía que saber que se había alcanzado, por primera vez, la cumbre de las cumbres.
»No encontré nada más y no pude saber qué pasó exactamente, solo conjeturas. Tuve que dejarle para salvar mi propia vida. Durante el descenso tomé la decisión de no informar del hallazgo, un sentimiento de culpabilidad me apretaba en el pecho. Después de regresar al C6 el tiempo se volvió feroz e implacable. Odell y Hazzard ya habían sido rescatados por un equipo de salvamento y se recuperaban en el hospital de campaña del campamento base. Yo esperé unos días con la esperanza de que la enorme ventisca remitiera. No fue así y poco después abandoné definitivamente la montaña. Triste y derrotado regresé a Inglaterra. Mis compañeros aún tardaron dos semanas en volver. Yo jamás revelé mi secreto. No estoy seguro de haber hecho todo lo posible. Aunque ahora, en las puertas de la muerte, creo que mi deber es pasar esta información a alguien que la pueda dar al mundo, o no. Mi responsabilidad termina aquí y ahora. Nunca regresé a la montaña, no solo a ésa, a ninguna.
»Hasta aquí se transcribe el testimonio de Charles Baldry.
James Ryan cerró su estilográfica y después de apagar la luz de la mesita intentó conciliar el sueño, lo consiguió de una manera intermitente hasta que el alba iluminó la estancia. Había algo extraño en aquella historia, tal vez los desvaríos de un anciano. Su avión salía de Gatwick al mediodía. Cuando llegó a su casa en Boston, después de un viaje en el que estuvo inquieto y preocupado, besó a su mujer y a su hija y por fin pudo descansar. Era consciente de que Charles Baldry no le había dado pruebas de nada, pero sabía cosas que solo alguien que hubiera estado allí podría saber. Decidió guardar todo lo escrito y esperar.
No tuvo apenas tiempo de madurar sus ideas. El día dos de junio le llegó la constatación de que las cosas que ocurren en el mundo tienen, a veces, una lógica interna, unas casualidades y azares que no podemos comprender. Ese día comenzó con un hecho que le volvió a situar en la cima del mundo. Desde que era estudiante en la Universidad de Harvard, tenía la costumbre de desayunar, invariablemente, un café con leche y un trozo de tarta de arándanos, al mismo tiempo que daba un vistazo rápido a los titulares del Boston Globe o el Post. En la página de curiosidades del Globe un titular le llamó inmediatamente la atención. Decía así: “La expedición de Simonson encuentra el cuerpo de Mallory después de setenta y cinco años”. Leyó el artículo con atención y pudo constatar que confirmaba, exactamente, todo lo que Charles Baldry le había contado en Londres hacía escasamente veinte días.
Habían encontrado a Mallory cerca del segundo escalón. Estaba boca abajo y tenía fracturados la tibia y el peroné de la pierna izquierda. En la noticia se mencionaba la ausencia de la fotografía de Ruth y la presencia de las gafas de sol en uno de los bolsillos de la mochila que hallaron cerca del cuerpo. También destacaban que el hallazgo se había dado en un lugar donde el hielo se había descongelado parcialmente.
Pensó en llamar a Londres para comentarle la información al anciano, pero decidió hacerlo desde su casa a primera hora de la tarde por la diferencia horaria. Cuando llegó a casa su mujer le dijo que el Servicio de Correos le había traído una carta de Londres. Se sentó en su sillón favorito y miró el remitente. El nombre de Kabir Shamad destacaba con letras poderosas y negras. La abrió con nerviosismo y en el interior encontró una pequeña misiva, en la que Kabir le informaba del fallecimiento de Charles Baldry durante la noche del sábado anterior. Había muerto de una forma dulce y sin sufrimiento. Simplemente se acostó y ya no despertó. Le informaba, también, que las cenizas del cuerpo incinerado iban a ser esparcidas desde un helicóptero sobre la cima del Corno Nero, siguiendo los deseos expresados en vida por el anciano escalador. Se trataba de una montaña alpina cercana al Monte Cervino y culminarla fue la primera vez que superó los 4.000 metros con apenas dieciséis años. James Ryan sostuvo entre sus dedos aquella carta y no pudo evitar sonreír al recordar a Charles Baldry, el compañero anónimo y guardián del secreto de Mallory e Irvine. ¡Irvine…! De repente volvió a su mente una pregunta sin respuesta. ¿Dónde estaba el cuerpo de Irvine? y otra más ¿cómo sabía Baldry del miedo de Irvine? Intentó recordar cual era el aspecto físico de Irvine pero ninguna imagen le venía a la memoria. No se había dado cuenta, hasta ese momento, de que no había visto documentos gráficos sobre él. Irvine y su imagen habían desaparecido en el Himalaya, una noche de junio de 1924.
Albert.
Expedición británica de 1924 al Everest. De pie, el primero de la izquierda es Irvine, a su lado Mallory